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lunes, 14 de enero de 2008

El héroe de las mil caras

No me hagáis callar diciendo "esto ya me lo sé", porque si lo hacéis la mitad de la ciencia ficción y como unos dos tercios de la fantasía que hay en los estantes desaparecerían con una explosión de ectoplasma.

Nuestra historia comienza en los límites de la civilización, donde un joven aparentemente normal está sufriendo los tormentos de la angustia adolescente. Sin que lo sepan los patanes que le rodean (y quizá sin que lo sepa él mismo), es, de hecho, el heredero legítimo aunque exiliado del trono del Imperio, o un superhombre mutante de incógnito, o el propietario de poderes mágicos latentes, o un ciberbrujo de tres pares de narices o quizá, sencillamente, un fuera de serie con la espada de doble filo.

Pero las Fuerzas Oscuras están en auge, se está cociendo un Apocalipsis como la copa de un pino entre el Bien y el Mal, y nuestro héroe está destinado por imperativos genéticos, hereditarios o argumentales a ser el campeón de los Ejércitos de la Luz. Unos siniestros personajes merodean por Villaconejos de Abajo buscándolo, y puede que hacia el final del primer capítulo hayan estado cerca de cargárselo.

No tarda en aparecer un forastero procedente de los mundos centrales, un forastero Poseedor de conocimientos avanzados, perspectiva histórica, visión política y la misión de buscar al Enchufado del Destino para entrenarlo y conseguir que se enfrente a Darth Vader en la gran pelea por la corona de peso pesado del universo.

Así comienza la educación errante de nuestro héroe bajo las directrices de Merlín el Mutante. Irá desarrollando sus poderes potenciales en un viaje organizado por la galaxia, e irá abriéndose paso a tortas desde la nada de la que vino en una lenta trayectoria espiral hacia el Trono del Imperio.

Por el camino sufre el desprecio de la Princesa, va acumulando a su alrededor un abigarrado sistema satélite de duros tenientes y sargentos de primera, monta un Ejército del Pueblo, salva a la Princesa de un destino peor que Gor —ganándose su amor de paso—, y por último le revela su Identidad Secreta de legítimo Emperador de Todas las Cosas y la convierte a la causa.

El ejército guerrillero se abre camino luchando hasta Roma, y consigue llegar al Palacio Presidencial tras una batalla de unas sesenta páginas llena de sacrificios y proezas. Pero el Señor Oscuro no ha llegado a convertirse en Maestro del Mal chupándose el dedo, muchachos: el Señor del Mal se mete una herradura en el guante de una mano y un disruptor neurónico en el guante de la otra, y el héroe y él se disputan quince asaltos mano a mano en lucha por el destino del universo.


Pero resulta que el Tío Feo no ha oído hablar de las reglas de boxeo del Marqués de Queensbury: tumba al árbitro sobre la lona y nuestro chico recibe palos durante catorce asaltos, dos minutos y cuarenta segundos. Maloman va muy por delante en las tarjetas de puntuación de los jueces, y además está a punto de noquear al Blanco Chico de la Luz, así que parece que al universo le espera una mala racha de un millón de años.

Pero, justo cuando está en el suelo y a punto de oír el final de la cuenta atrás, sus poderes mágicos entran en acción, la princesa le lanza un besito, Obi Wan Kenobi le recuerda que la Fuerza le acompaña, su intelecto mutante le permite fabricar un lanzarrayos de partículas con mondadientes y clips, y un criado al que una vez salvó la vida le inyecta un chute consistente en 100 mg. de anfetas sagradas.

Nuestro héroe se levanta de la lona a la cuenta de nueve y lanza un inspirado discurso: "Eh, tío —le dice al Villano Definitivo— se te ha desatado el cordón del zapato." Cuando Ming el Implacable baja la vista para comprobarlo, el Héroe del Pueblo le lanza un gancho a la mandíbula que lo saca del cuadrilátero y de la novela, haciéndole volar hasta el segundo libro de la serie.

El bien triunfa sobre el mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás.... o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte.

Suena familiar, ¿no? Los estantes de la ciencia ficción gimen bajo el plúmbeo peso de estas «sagas épicas sobre la lucha entre el Bien y el Mal» fabricadas mediante clonaje, de estos «poderosos héroes» embutidos en trajes espaciales ajustados y suspensorios con remaches de bronce, de estas «trepidantes historias de acción y aventuras». Con un programa medianamente decente de Búsqueda y Sustitución en el ordenador, lo antes expuesto podría servir (y es probable que haya servido) como resumen argumental publicitario de la mayoría de la ciencia ficción que se ha publicado.

Si existiera una fórmula a toda prueba para fabricar basura, sería ésta. Es la ecuación milenaria para el esqueleto argumental de la ciencia ficción comercial, con todas las variantes elevadas hasta el máximo de sus límites teóricos. El personaje con el que identificarse no es simplemente un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad. Lo que está en juego es nada menos que el destino de la humanidad por los siglos de los siglos, y la princesa siempre tiene el mejor trasero de toda la galaxia. El villano es lo más parecido a Satanás que se puede ser prescindiendo del rabo y los cuernos, no deja de retorcerse el bigote negro mientras se regocija con el tormento de las masas oprimidas, lleva a cabo prácticas sexuales indescriptibles y exprime animalitos encantadores sobre copas de vino para beberse su sangre.

Ah, pero no existe la fórmula a toda prueba para fabricar basura, y ni siquiera el argumento de El Emperador de Todas las Cosas lo es. Cierto, durante un tiempo la aplicación diligente de esta fórmula ha permitido que ejércitos de plumíferos mercenarios fabricaran montañas de fantasías adolescentes para deleite masturbatorio de jovencitos acomplejados por el acné y la timidez; pero, maravilla de maravillas, también es cierto que muchas auténticas obras maestras del género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales.

Dune, Neuromante, El libro del Sol Nuevo, ¡Tigre, tigre!, la mayor parte del ciclo Dorsai de Gordon Dickson, El Señor de los Anillos, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, El Señor de la Luz, Nova, La intersección Einstein, las novelas del Mundo del Río de Philip José Farmer, Forastero en tierra extraña, Tres corazones y tres leones, y otras muchas novelas de auténtico valor literario son hermanas entrecubiertas, al menos en términos argumentales, de esta Ur-fórmula primigenia para la acción-aventura.


Y, si a eso vamos, también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido, Barbarroja y Musashi Murakami, las vidas de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar, Tokugawa Ieyasu, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia norteamericana, El conde de Montecristo, David Copperfield, El hombre que podía hacer milagros (1) y Superman.

Por tanto, es obvio que nos enfrentamos a algo más profundo que una simple fórmula de ficción comercial: se trata de una historia arquetípica intercultural que parece surgir del inconsciente colectivo de la especie, presente allí donde se cuenten historias, e incluso hay quienes aseguran que es la historia arquetípica.

En su obra The Hero With a Thousand Faces (El héroe de las mil caras), Joseph Campbell ofrece la explicación probablemente más exhaustiva, sutil, sofisticada y consciente de esta tesis. Es lectura obligatoria para todo el que quiera captar el significado interno, con abundantes precisiones interculturales.

El Héroe de Campbell, al igual que el héroe del Emperador de Todas las Cosas, comienza la historia siendo ingenuo, consigue un mentor y una misión, se abre camino peleando hasta el centro del inframundo, vence en una batalla culminante en la que consigue aquello por lo que había emprendido su viaje, a menudo consigue una princesa, y se alza triunfante como Portador de la Luz.

Puede que no sea la plantilla formal para toda la literatura de ficción, pero desde luego es una de ellas, junto con la tragedia, la odisea picaresca, el romance, la historia del burlador y la farsa de dormitorio.

Porque el Héroe de las Mil Caras, a diferencia del héroe del Emperador de Todas las Cosas, es un ser humano prototípico embarcado en una búsqueda mística.

Su guía es su maestro espiritual shamánico. Su viaje es la historia de su despertar espiritual. Libra batalla con las facetas más bajas de su propia naturaleza, ya sea de forma abierta o transmutadas en una imaginaría de villanos o monstruos. El inframundo o centro en el que por fin consigue penetrar, es el Vacío que hay en el centro de la Gran Rueda, el nivel de la mente donde el ego y la conciencia emergen de la base colectiva de la creación.

Y la batalla definitiva en el centro es la lucha por conseguir la fusión mística de su espíritu con el mundo, el clímax triunfal mediante el que obtiene una trascendencia espiritual con la que puede volver al mundo de los hombres como Portador de Luz e inspiración heroica.

Eso es lo que hace que esta historia pueda tanto atraer a un público ávido pese a las veces que se ha contado ya, e inspirar más obras maestras de la literatura sin importar el número de grandes escritores que ya la han narrado en el pasado.

El Héroe de las Mil Caras es, después de todo, la historia de nosotros mismos, o al menos la historia de nuestras vidas que todos escribiríamos si pudiéramos poner las manos sobre el teclado del Procesador de Textos del Cielo, y por eso los narradores profesionales nos la siguen contando una y otra vez por todo el mundo a lo largo de los milenios, y por eso siempre estamos dispuestos a vivirla indirectamente una vez más.

Y si se cuenta de forma sincera y sin trucos, como ocurre con los fomas (2) de Vonnegut, puede hacemos sentir valientes, fuertes y alegres, y ello puede animarnos a realizar hazañas de valentía espiritual en nuestras propias vidas. Tomemos por ejemplo ¡Tigre, tigre!, de Alfred Bester, recientemente reeditada en tapa dura por Franklin Watts tras una imperdonable estancia en el inframundo del limbo editorial (3). Esta novela es generalmente reconocida como una de las seis mejores novelas de ciencia ficción jamás escritas, y es el fruto más soberbio producido durante el florecimiento del género en los años 50.

Gully Foyle, último mono de un carguero espacial, Hombre Corriente en pleno nadir kármico, comienza la novela atrapado entre los restos de su nave, a punto de expirar. Otra nave espacial se aproxima hasta la distancia suficiente para rescatarle, pero pasa de largo, encendiendo el fuego de la venganza en las profundidades de su adormilado espíritu.


El odio le impulsa a grandes hazañas. Sobrevive, escapa, comienza su búsqueda para encontrar y destruir la «Vorga», la nave espacial que le abandonó a su destino, y pronto descubre los poderes corporativos y las maquinaciones subyacentes que se ocultan tras lo ocurrido, para acabar siendo arrojado a lo que literalmente es un inframundo, el Gouffre Martel, una profunda caverna en la que los prisioneros se ven sometidos a una oscuridad y aislamiento absolutos. Allí conoce a la Princesa/Guía Espiritual, Jisbella McQueen.

Ambos escapan del Inframundo, y Foyle se convierte en Fourmyle de Ceres, hombre rico y poderoso capaz de perseguir y dar caza a los poderes que apoyaron al «Vorga» desde los más altos niveles políticos y sociales.

Foyle no se limita a amasar una fortuna y asumir la identidad de Fourmyle de Ceres; pasa por un proceso de educación mundana y espiritual durante el que le vemos madurar hasta alcanzar una auténtica humanidad, y contemplamos cómo su búsqueda de venganza se convierte en una búsqueda de justicia social.

En el clímax de la novela Bester utiliza una genial sinergia de prosa y algo semejante a la ilustración para hacer que Foyle y el lector pasen por lo que sólo se puede describir como una auténtica culminación psicodélica. Foyle acaba viéndose atrapado en el infierno llameante de otro inframundo. Sus sentidos se funden y se mezclan en una sinestesia, y Foyle se teleporta enloquecidamente por el espacio y el tiempo mientras se debate con el dilema moral de qué hacer con la sustancia secreta llamada PyrE.

El PyrE es un explosivo termonuclear que se puede hacer detonar sólo con la fuerza del pensamiento. Cualquiera es capaz de hacerlo. Durante su evolución hacia el Héroe de las Mil Caras, Foyle ha conseguido el poder de «espaciojauntear», de teleportarse hasta cualquier lugar de la galaxia. No cabe duda de que se ha convertido en el Emperador de Todas las Cosas. Literalmente, posee el poder de abrir el universo al hombre. Tiene un secreto que, de propagarse, dará a quien lo conozca el Poder de destruir la civilización. Para bien y/o para mal, en sus manos está el fuego de los dioses.

¿Qué debe hacer un auténtico héroe? ¿Conservar el secreto del PyrE y apropiarse del poder definitivo? ¿Dejarlo en manos de los «responsables» del poder?

La grandeza moral de ¡Tigre, tigre! radica en el hecho de que Gully Foyle no hace ninguna de las dos cosas.

Foyle, convertido en avatar del Hombre Corriente que ha llegado a la plena consciencia de sí mismo, le entrega el fuego de los dioses a todos los Hombres Corrientes y pone el PyrE en manos del pueblo.

"Todos estamos en el mismo barco. Vivamos juntos o muramos juntos —le dice al mundo de los hombres—. ¡De acuerdo, que Dios os maldiga! Yo os desafío. Morid o vivid y sed grandes. Volaos en pedacitos o venid a buscarme, venid a Gully Foyle y yo os convertiré en hombres. Os haré grandes. Os daré las estrellas."

El Hombre Corriente transformado en el Portador de la Luz, como el auténtico Bodhisattva, rehuye la cima de la trascendencia ególatra y vuelve al mundo de los hombres no como un avatar de la divinidad, sino como un Hombre Corriente renacido, como avatar democrático del dios que hay en el interior de todos nosotros. Y ésa es la verdadera luz del mundo, no la magnificencia de algún ungido Enchufado del Destino.

Ésta es la historia tal y como debe serle narrada al mundo moderno, una versión que, en cierto sentido, habría sido literalmente inconcebible antes del advenimiento de la moral democrática, aunque aparecen indicios de ella en el budismo y en el mito de Prometeo. Cierto, es un mensaje espiritual que la mayoría de la gente sigue pareciendo no estar muy dispuesta a escuchar: por lo menos, el público que devora ávidamente los clones del Emperador de Todas las Cosas no parece tener muchas ganas de escucharlo.

Las repúblicas degeneran en imperios, los caminos para conseguir la iluminación en religiones jerarquizadas y los líderes inspirados por una idea en tiranos; y lo mismo le ocurre a la historia del Héroe de las Mil Caras, que tiende a degenerar en la del Emperador de Todas las Cosas, y por razones muy parecidas.

Gully Foyle es un auténtico héroe, no por sus proezas, aunque las haga y muchas, ni por los poderes divinos que obtiene, sino porque al final alcanza el heroísmo moral y la lucidez del Bodhisattva.

Pero pocos héroes, ficticios o no, rechazan el trono del poder trascendental. Incluso el noble César, republicano de corazón, aceptó la corona del imperio cuando se la ofrecieron por cuarta vez.

Paul Atreides, el abiertamente trascendente héroe de la saga de Dune (o sea, de Dune, Mesías de Dune e Hijos de Dune las novelas de la serie que relatan su vida), superhombre presciente, se enfrenta a ésta, la misión definitiva del auténtico héroe y, en última instancia, fracasa.

Paul, perseguido por sus enemigos, es el heredero legítimo del ducado de Arrakis. Se somete a toda una serie de misteriosas iniciaciones bajo la instrucción de numerosos maestros y maestras espirituales, y acaba convirtiendo a los Fremen en un Ejército del Pueblo que liberará al planeta de los malvados Harkonnen. Por su herencia genética, Paul está destinado a convertirse en el Kwisatz Haderach, un ser con poderes prescientes de tal nivel divino que será adorado como dios y la jihad emprendida invocando su nombre asolará los mundos de los hombres. En el final triunfal de Dune, no sólo destruye a los Harkonnen, sino que es revelado en su calidad de avatar de la divinidad y, literalmente, se autocorona Emperador de Todas las Cosas.

Superficialmente, Dune parece la fantasía de poder definitiva para adolescentes acomplejados. Se nos presenta una figura con la que identificarse, el joven muy especial que es el yo soñado de uno mismo, lo seguimos a través de sus batallas, aventuras espirituales y hazañas, y al final nos convertimos en el objeto de adoración de todos los mundos y nos coronamos Emperadores de Todas las Cosas. La paja definitiva, o eso parece.

Pero no para Paul Atreides. La droga llamada melange ha hecho presciente a Paul, así que no tarda en tener visiones de la cruzada que está destinado a desencadenar. Y la idea le resulta aborrecible. Todo lo que hace, al menos a cierto nivel de autoengaño, tiene el objetivo de impedirlo, pero todo lo que hace acaba llevándole de vuelta a la línea temporal de lo inevitable. Al final de Dune, lo único que puede hacer es rendirse a su inevitable destino, asumir la divinidad, coronarse a sí mismo emperador y convertirse en el icono de la jihad.


Así pues, la conclusión aparentemente triunfal de Dune en realidad es una tragedia. El héroe lo consigue todo, hasta la corona de dios—rey del universo. Pero, a diferencia de Gully Foyle, no puede trascender su trascendencia, no puede alcanzar la gracia del Bodhisattva, no puede poner el cetro del conocimiento y el poder en manos del Hombre Corriente y ni tan siquiera puede detener su propia jihad.

Y su tragedia personal es que lo sabe. De hecho, lo ha sabido desde el primer momento. Paul se pasa la mayor parte de Mesías de Dune en el papel del mesías entronizado en cuestión, convertido en una figura amargada y gruñona que preside la institucionalización burocratizada del culto a su propia personalidad. Muere en Mesías de Dune, y renace en Hijos de Dune como un Jeremías del desierto, para volver a morir sin haber destruido su propio mito.

Esto es lo que convierte los tres primeros libros de la serie de Dune en auténticos logros literarios, en vez de en fantasías de poder masturbatorias, aunque los elementos de estas últimas se hallen presentes elevados a la máxima potencia. En las tres primeras novelas Herbert usa la ironía, al igual que su Héroe arquetípico. En cierto modo, las novelas son un ácido comentario a la historia del Héroe de las Mil Caras. Puede que Paul se haya convertido en dios-rey del universo, pero no logra escapar al destino que le ha elevado hasta esta cima, no puede abdicar en favor de la república del espíritu y no puede escapar a las terribles consecuencias de su divinidad. Es un dios capaz de conseguirlo todo salvo alcanzar su propia iluminación final, y sin ella su vida es un fracaso y esta nueva versión de la historia, una tragedia.

Esto explica también por qué el resto de los libros de Dune, los que tienen lugar tras la desaparición definitiva de Paul, degeneran hasta convertirse en una serie de nuevas versiones del Emperador de Todas las Cosas donde las figuras mesiánicas y las conspiraciones jesuíticas luchan por controlar un poder espiritual sin sentido durante el largo, larguísimo período pseudomedieval que sigue a la desaparición de Paul.

Tomada como un todo, la serie de Dune es un ejemplo casi perfecto de cómo y porqué la historia del Héroe de las Mil Caras evoluciona tan fácilmente hacia su desdichada imagen en el espejo, el Emperador de Todas las Cosas. Superficialmente hablando, tanto la una como la otra son fantasías de poder, pero la auténtica historia tiene también una dimensión moral y espiritual. Despojado de sus hazañas, el Héroe de las Mil Caras es un mito de iluminación, como Siddartha, La Montaña Mágica o Los vagabundos del dharma (4) en los que el lector se ve recompensado con una trascendencia mística y una elevada consciencia moral vividas de manera indirecta.

Pero, despojada de su corazón espiritual, despojada del clímax de democracia mística vivido por Gully Foyle o de la atormentada presciencia irónica de Paul Atreides, la historia sólo puede convertirse en lo que Hitler hizo de Nietzsche.

Porque, por desgracia, el Principio Führer es el lado oscuro de la historia del Héroe de las Mil Caras. Sin la visión moral de un Bester o la ironía trágica de un Herbert, se pierde la luz interior de la historia, y en vez de un paradigma de madurez moral nos queda la pornografía del poder, con la egoísta fantasía masturbatoria faustiana de la mística fascista, con las manos del lector en sus ajustados pantalones de cuero negro mientras se ve a sí mismo como el superhombre todopoderoso instalado en el podio definitivo.

Después de todo, muy pocos de nosotros somos Bodhisattvas; a casi todos nos gustaría sentirnos mucho más poderosos de lo que en realidad somos y, por lo tanto, un número excesivo de nosotros se siente atraído por el Principio Fuhrer, siempre que podamos imaginarnos como der Führer en cuestión .Y por eso, en una versión razonablemente hábil, el último clon del Emperador de Todas las Cosas seguirá vendiéndose como churros, sobre todo si va bien empaquetado con músculos abultados, armamento fálico y la adecuada parafernalia fetichista. Quita la luz interior de los ojos del Héroe de las Mil Caras, y la cara que te mirará burlona tendrá un mechón de pelo sobre la frente y un bigote a lo Charlie Chaplin.


(extracto de "El emperador de todas las cosas", Norman Spinrad, 1987, extraído a su vez de la web de Kalsbad)

3 comentarios:

Ivan Arrizabalaga dijo...

Conseguido!!!!
El post más largo del mundo!

Bueno, pijadas aparte me pondré a leerlo para poder aportar algo más...

Da5id dijo...

Es trampa; el artículo es un extracto (hay que leerlo hasta el final para darse cuenta, jeje).

Anónimo dijo...

Muy largo y medio aburrido, mas que las historias de heroes de las que tanto se queja.
La verdad, si entran todas en un arqueotipo, pero yo creo, que es por que la humanidad necesita heroes, y por eso quiere crearlos de cierta manera.
Claro que siempre hay heroes no tipicos, pero para ver verdaderos heroes, recomiendo mas a la cultura otaku o pop, sobre todo buenos animes, y en el caso de las series, la de Heroes precisamente.
Son personajes mas desarrollados y que impresionan mas, aunque los clasicos siguen siendo buenos, sin olvidar Star Wars.
Claro solo un mundo de ficcion puede ser como nosotros queramos, quiza con el solo hecho de quererlo, ya es suficiente, quiza es suficiente con el solo hecho de creer, por que hay cosas tan buenas que no pueden ser ciertas, pero con el hecho de creer ya es suficiente.